“¡Qué lindo imaginar la Casa Rosada como Pearl Harbour!”. Corría 1953 cuando el capitán de fragata y aviador naval Jorge Alfredo Bassi pronunció estas palabras frente a un grupo de camaradas de armas. La frase, que aludía al bombardeo japonés contra la base naval del Pacífico que justificaría el ingreso de los Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, estaba cargada de odio en boca del marino argentino y tardaría dos años en germinar hasta estallar en un sangriento fruto nunca visto hasta entonces en la historia argentina: el bombardeo del 16 de junio de 1955 sobre la Plaza de Mayo, con un saldo de más DE 350 muertos comprobados y más de 1200 heridos, la enorme mayoría de ellos civiles entre los que se contaron mujeres y niños.
Ese día la Armada, con apoyo de sectores de la Fuerza Aérea, encabezó un ataque que tenía como objetivo principal asesinar al presidente Juan Domingo Perón y a los miembros de su gabinete para dar un golpe de Estado e instaurar un triunvirato civil con apoyo militar integrado por el radical Miguel Zavala Ortiz, el socialista democrático Américo Ghioldi y el conservador Adolfo Vicchi. El plan no era solo acabar con Perón y sus colaboradores, también tenía como objetivo a la población civil, para contener mediante el terror cualquier intento popular de defender al gobierno.
Hay muy pocos casos en la historia mundial en los que miembros de las Fuerzas Armadas de un país, con apoyo de sectores políticos y eclesiásticos, descargaron bombas y ametrallaron a la población civil como forma de implantar el terror e intentar tomar el poder. En esa ocasión no tuvieron éxito, pero ese hecho atroz fue el sangriento preludio del derrocamiento de Perón, consumado tres meses después, para instaurar la dictadura autodenominada pomposamente “Revolución Libertadora”.
Hoy se lo considera un ataque terrorista perpetrado desde un sector del Estado y está calificado como crimen de lesa humanidad, pero durante mucho tiempo fue ocultado desde el poder, al punto que hubo generaciones de argentinos que ignoraron durante años su existencia, precisamente porque la “Libertadora” también fue una dictadura silenciadora que no solo prohibió nombrar a Perón – a quien solo se podía llamar “el tirano prófugo” – y a la fallecida Evita, sino que pretendió, y logró durante un largo período, borrar de la historia ese crimen atroz: el de bombardear su propia tierra y asesinar a sus propios conciudadanos.
Caldo de cultivo
El bombardeo del 16 de junio de 1955 sobre la Plaza de Mayo y otros sectores de la Ciudad de Buenos Aires no fue un hecho imprevisto – aunque sí inimaginable por sus características y consecuencias – ni un intento aislado de golpe de Estado. Cuando el capitán Bassi pronunció esa fatídica frase donde equiparó a la Casa Rosada con Pearl Harbour como blanco de un ataque, el gobierno de Juan Domingo Perón ya venía sufriendo los embates de una conspiración cívico, militar y eclesiástica.
El primer intento de golpe de Estado databa de septiembre de 1951, cuando fue sofocado un levantamiento encabezado por el general Luciano Benjamín Menéndez y apoyado por sectores de la Armada y del radicalismo. Dos años después, un piloto de la Fuerza Aérea ofreció al capitán de la Armada Francisco Manrique uno de los aviones Gloster Meteor comprados ese mismo año a Gran Bretaña para que ametrallara el avión en el que viajaría Perón, aunque el intento no llegó a consumarse. También en 1953, el 15 de abril, un comando antiperonista perpetró un atentado terrorista en la Plaza de Mayo contra una manifestación organizada por la CGT, con un saldo de seis muertos y casi cien heridos.
La escalada continuó en 1954, cuando un grupo de marinos planificó detener y fusilar al presidente durante una visita que tenía prevista a la VII Brigada Aérea de Morón, pero a último momento Perón cambió su agenda y frustró el plan. Otro plan, ideado por el propio capitán Bassi, fue abortado por sus superiores en la Armada. Consistía en capturar a Perón, a todo su gabinete y a los presidentes de las dos cámaras del Congreso cuando asistieran a una celebración del día de la Independencia en el ARA Nueve de Julio.
Para principios de junio de 1955, la Armada ya tenía preparado el golpe, pero le faltaba la oportunidad. La encontró después del 11 de junio, cuando una multitud de cerca de doscientos mil católicos se movilizaron a la Plaza de Mayo y un grupo no identificado – luego se supo que era policías encubiertos – quemó una bandera. Como respuesta, Perón programó un desfile aéreo sobre la Plaza el 16 de junio como acto de “desagravio” a la bandera.
El bombardeo
El plan de los conspiradores incluía bombardear la casa de gobierno la mañana del jueves 16 de junio, en momentos que, según la agenda presidencial, estaría Perón con su gabinete; el copamiento por parte de grupos civiles de edificios públicos y emisoras radiales; el alzamiento de unidades del Ejército en Entre Ríos a las órdenes del general León Bengoa; la movilización de las unidades de la Escuela de Artillería y de Aviación de Córdoba; el alzamiento de la base naval de Puerto Belgrano; y el despliegue de unidades de Infantería de Marina que atacarían por tierra para tomar edificios públicos y otras unidades de Ejército.
Como estaba previsto, el presidente llegó temprano a la Casa Rosada y comenzó su actividad recibiendo al director de la Side, el general Carlos Benito Jáuregui, que le advirtió – aunque sin poderlo confirmar de manera fehaciente – que se estaba preparando una movida en su contra. Perón decidió seguir adelante con la agenda y recibió al embajador de los Estados Unidos, Albert Nufer, quien según algunas versiones también le dijo que había un golpe en marcha. Estaban reunidos, cuando el ministro de Ejército, general Franklin Lucero, entró corriendo al despacho para decirle que los conspiradores aprovecharían el desfile aéreo para bombardear la casa de gobierno. Ante esa posibilidad cierta, Perón se trasladó de la Rosada al Ministerio de Guerra, cruzando Paseo Colón.
El ataque comenzó a las 12.40, con aviones Avro Lincoln y Catalinas de la escuadrilla de patrulleros Espora de la Aviación Naval, comandados por el capitán de navío Enrique Noriega y coordinados por el almirante Samuel Toranzo Calderón. Los aviones atacantes llevaban pintadas en sus colas una “V” y una cruz, que señalaban “Cristo Vence”. En la Plaza, además de los habituales transeúntes, había muchas personas que se habían acercado para ver mejor el desfile aéreo. Las primeras bombas cayeron a pocos metros de la Pirámide y las calles adyacentes, donde una de ellas destrozó a un trolebús cargado de pasajeros. La mayoría de ellas cayeron sobre las plazas de Mayo y Colón y sobre la franja de terreno que va desde el Edificio Libertador y la Casa Rosada, hasta la Secretaría de Comunicaciones, en el Correo Central, y el Ministerio de Marina. Sobre la Casa Rosada cayeron en total 29 bombas, de entre cincuenta y cien kilos cada una.
De inmediato, la CGT convocó a una movilización hacia la plaza para defender a Perón, a pesar de que éste envió uno de sus oficiales de confianza a pedirles a los dirigentes que no lo hicieran. Temía un nuevo ataque, que causaría más víctimas. No se equivocaba, cuando ya había reunida una multitud en la Plaza, los aviones atacaron de nuevo bombardeando la Casa Rosada y ametrallando a los civiles de la plaza. Los agresores arrojaron en total 9.500 kilos de bombas y dispararon miles de balas de 7,65 y 20 milímetros. Los muertos se contaban en varios cientos y los heridos, muchos de gravedad, en más de mil.
Luego del primer ataque, la guarnición militar de la Casa Rosada, con sede en Palermo, se organizó para defender al gobierno constitucional y movilizó sus efectivos hacia la Plaza de Mayo y el Congreso. Poco después, desde la Base Aérea de Morón despegaron aviones interceptores que, si bien no pudieron llegar a tiempo para impedir el bombardeo, llegaron a interceptar a una escuadrilla de la Aviación Naval que se alejaba de la zona.
Los mandos del Ejército se mantuvieron, esa vez, leales al presidente constitucional, y ese apoyo fue determinante. Cuando realizaron el segundo ataque sobre la Plaza de Mayo, los golpistas ya sabían que el movimiento había fracasado. En el Ministerio de Marina, uno de los líderes del levantamiento, el vicealmirante Benjamín Gargiulo, se suicidó con un disparo en la cabeza, mientras que otro de los conspiradores, el almirante Aníbal Olivieri, llamó al ministro de Ejército, el general Lucero, y le rogó: “Intervenga. Mande hombres. Nos rendimos, pero evite que la muchedumbre armada y enfurecida penetre en el edificio del Ministerio”. Sin embargo, y pese a haber anunciado su rendición, ordenó seguir disparando desde las ventanas del edificio contra la multitud. Olivieri, tiempo después, declaró: “Por supuesto que no ordené parar el fuego. Mi sentimiento fue darles con todo”.
Después de los bombardeos, más de cien tripulantes, entre ellos varios civiles como el radical Zavala Ortiz, volaron a Montevideo a bordo de los 39 aviones con los cuales habían perpetrado la masacre. Allí fueron recibidos en el aeropuerto de Carrasco por el capitán Carlos Guillermo Suárez Mason, prófugo de la Justicia argentina desde su participación en un levantamiento militar contra el gobierno de Perón en septiembre de 1951.
El discurso de Perón
Perón habló esa noche por la cadena nacional de radio y televisión. Estaba desencajado, pero llamó a la calma: “Nosotros, como pueblo civilizado, no podemos tomar medidas que sean aconsejadas por la pasión, sino por la reflexión. Para no ser criminales como ellos, les pido que estén tranquilos; que cada uno vaya a su casa. Les pido que refrenen su propia ira; que se muerdan, como me muerdo yo en estos momentos, que no cometan ningún desmán. No nos perdonaríamos nosotros que a la infamia de nuestros enemigos le agregáramos nuestra propia infamia. Los que tiraron contra el pueblo no son ni han sido jamás soldados argentinos, porque los soldados argentinos no son traidores y cobardes. La ley caerá inflexiblemente sobre ellos. Yo no he de dar un paso para atemperar su culpa ni para atemperar la pena que les ha de corresponder. El pueblo no es el encargado de hacer justicia: debe confiar en mi palabra de soldado. Sepamos cumplir como pueblo civilizado y dejar que la ley castigue…”, pidió.
A pesar del llamado presidencial, esa misma noche centenares de manifestantes ganaron las calles y quemaron la Catedral Metropolitana y diez iglesias más en el centro de Buenos Aires. Identificaban a la Iglesia como uno de los tres responsables de la conspiración y de la masacre, junto a los dirigentes civiles de la oposición y los aviadores navales.
En agosto de 1955, un consejo de guerra declaró culpables a los principales cabecillas de la rebelión.
La pena más dura fue impuesta contra Toranzo Calderón, condenado a cadena perpetua. Los demás jefes del alzamiento recibieron distintas penas según su grado de participación. Fueron condenados a prisión, entre otros, Alejandro A. Lanusse, los mayores de la Fuerza Aérea Orlando R. Agosti y Jorge Rojas Silveyra, Arturo Rawson, Fortunato Giovannoni, Bautista Molina y Benjamín Andrés Menéndez. Liberados después del golpe del 16 de septiembre de 1956, ninguno de ellos cumplió sus penas.
Esa impunidad tendría graves consecuencias en los años posteriores. Los tres ayudantes del ministro de Marina, contralmirante Olivieri, máxima autoridad militar de los conspiradores, eran los capitanes de fragata Emilio Eduardo Massera, Horacio Mayorga y Oscar Montes. Massera fue miembro de la Junta Militar que tomó el poder en marzo de 1976 y junto con Agosti – otro de los implicados – instauró la dictadura más sangrienta de la historia argentina; Mayorga estuvo involucrado en la Masacre de Trelew, en la que se asesinó a sangre fría a diecinueve prisioneros en la Base Almirante Zar de esa ciudad el 22 de agosto de 1972; y Oscar Montes jefe de la ESMA, donde funcionó uno de los mayores centros de exterminio de la última dictadura.
También en la última dictadura, Suárez Mason sería comandante del Primer Cuerpo de Ejército y máximo responsable de la represión ilegal en esa jurisdicción militar, y varios de los pilotos y tripulantes de aviones que escaparon del país participaron del plan sistemático responsable de la desaparición de 30.000 argentinos.
Fuente: Infobae