Una pequeña multitud disfruta al aire libre de un festival de música country. Es el último artista de la última jornada. Mientras toca Jason Aldean, muchos, con sus cervezas, deben estar pensando dónde seguirán la noche. Varios continuarán jugando en los casinos, otros bailarán en un boliche, alguno ya muy borracho se casará imprevistamente en algunas de las capillas que proliferan y estarán los que tendrán una noche de pasión con una conquista reciente, fruto del recital. Pero todos los planes se trastocan de repente.
Son las 10 y 10 de la noche del 1 de octubre de 2017. Se escuchan unas detonaciones. Secas, graves, repetidas. Nadie parece prestarles atención. Todos están acostumbrados a los ruidos en Las Vegas. Los autos, las máquinas tragamonedas, el murmullo de la multitud y, por supuesto, los fuegos artificiales para celebrar desde días patrios hasta nimiedades: cualquier ocasión parece propicia para la pirotecnia. La gente cree que esas explosiones son fuegos artificiales.
Hasta que alguien grita. Y después grita otro. Y otro. Hasta llegar a decenas. O cientos. El horror se desató antes de que la multitud se diera cuenta. Desde el piso 32 del Mandalay Bay Hotel, un hombre de 64 años está disparando contra ellos. Hay alaridos: de dolor y de pánico. Corridas. Mucha sangre. Y muerte.
Es el tiroteo masivo más letal de la historia de Estados Unidos. Desde el 11 de septiembre del 2001 que un ataque no producía tantas víctimas. El peor atentado individual de la historia reciente: 58 muertos y 867 heridos.
El FBI después de una profusa investigación de casi un año determinó que Stephen Paddock asesinó e hirió a toda esa gente sin ningún motivo político, racial o religioso que lo empujara.
Tal vez sólo lo hizo para ser recordado. Como un infame. Pero eso no le importó. Tras una vida de intrascendencia consiguió notoriedad con su último acto.
Stephen Paddock llegó al Mandalay Bay Hotel casi una semana antes. Pidió una de las habitaciones de los pisos altos. Le informaron que no estaban disponibles, que recién se liberaría alguna el fin de semana. Dijo que no había problema, que apenas pudiera se mudaría de piso. El jueves le dieron una en la planta 32, de esas que los hoteles de Las Vegas reservan para los High Rollers, para los jugadores frecuentes que apuestan fuerte. Un día después alquiló también la habitación contigua. Ambas estaban ubicadas en una esquina del hotel, de esa manera su vista era más amplia de su enorme blanco.
Abajo del hotel en un amplio predio durante tres días –del 29/9 al 10/01 del 2017- se desarrollaría un festival de música country, el Route 91 Harvest. Eric Church, Jason Aldean y Sam Hunt encabezaban la grilla. Los organizadores esperaban alrededor de 20.000 espectadores por día. Sus expectativas no se vieron defraudadas.
Durante su estadía en el Mandalay, Paddock entró en contacto con más de 10 empleados del hotel y del casino. Todos al ser interrogados por la policía en los días posteriores a la masacre dijeron que su conducta era absolutamente normal. En realidad más que eso. Fue unánime la opinión que su trato era muy amable. La noche anterior había estado apostando hasta tarde.
Su lugar de residencia era a unos cien kilómetros de Las Vegas en un complejo de retiro. Esos edificios cómodos y modernos, que conforman una especie de comunidad y que son habitados por jubilados. Había sido empleado contable y vivía de rentas: le había ido bien en sus inversiones con propiedades.
No tenía hijos y estaba de novio desde hacía un tiempo con Marilou Danley, una mujer de 62 años y de origen filipino. Unas semanas antes, Paddock le regaló un pasaje para que visitara a su familia en Filipinas. Ella se encontraba ahí cuando sucedió la tragedia. La mañana del ataque la mujer recibió en su cuenta bancaria una transferencia cercana a los 100.000 dólares por parte de su novio. Ella creyó que era su manera de romper el vínculo.
Stephen Paddock junto a Marilou Danley, su novia de origen filipina. Unas semanas antes, él le regaló un pasaje a
Tiempo después Marilou Danley contó que unos meses antes habían estados alojados en el Mandalay Bay y que Paddock pasó buena parte del tiempo mirando por las ventanas hacia el predio donde se realizó el festival. Había estado estudiando su objetivo sin que nadie se percatara.
Las investigaciones posteriores demostraron que Paddock había analizado realizar su ataque en otros grandes festivales de música. El modus operandi era siempre similar. Llegaba unos días antes, se alojaba en el hotel más cercano, uno que tuviera vista al lugar en el que se presentarían las bandas, pedía una habitación alta y desde ahí observaba los movimientos, y ahora sabemos, calculaba ángulos de tiro. En Chicago, en Boston y otros dos en Las Vegas.
El 1 de octubre un poco después de las 10 de la noche en el Mandalay Bay recibieron un alerta de puertas trabadas en el piso 32. Cuando uno de los hombres de seguridad subió a inspeccionar, descubrió que el acceso al pasillo estaba trabado. Con esfuerzo logró liberar la puerta. Mientras inspeccionaba recibió una ráfaga de balas desde una de las habitaciones. Fue herido en un hombro. Arrastrándose logró cubrirse de los disparos. Paddock había instalado cámaras en el pasillo para controlar los movimientos.
Unos instantes antes, el asesino de 64 años había roto los vidrios de dos ventanas. Desde allí comenzó a disparar contra la multitud con armas semiautomáticas. La gente, al principio, no se dio cuenta qué sucedía. Eso hizo que la masa siguiera apretada y que él pudiera hacer blanco en más personas. Cada tanto las ráfagas se detenían. Paddock recargaba el arma. O tan solo la cambiaba. Miles de disparos. Comenzaron las corridas y la desesperación del público por cubrirse. Estampidas que cambiaban de rumbo ante los nuevos disparos y los cuerpos que caían al suelo.
Dieron aviso a la policía pero nadie lograba determinar de dónde provenía el ataque. Algunos creyeron que se trataba de fuego coordinado por tres tiradores.
Quinientos metros más atrás del lugar del festival, estaba el aeropuerto y unos enormes tanques de gasolina. Tres fueron los proyectiles que impactaron los tanques y uno sólo logró penetrar pero no se produjo la explosión que, seguramente, Paddock calculó.
Mientras la policía veía que los espectadores seguían siendo alcanzados por las balas que no sabían de dónde provenían, les llegó la noticia de los sucesos del piso 32 del Mandalay Bay. Varios oficiales de policía subieron hasta allí pero las autoridades les impidieron actuar. Había que esperar al grupo Swat. En ese momento los disparos se detuvieron.
Debajo en el terreno el panorama era desolador. Muchos, en shock, seguían corriendo. Las luces estaban apagadas. La oscuridad agravaba el desamparo. En el piso había muertos y heridos de gravedad. Los llantos y los quejidos de dolor fueron tapados por las sirenas de los policías, bomberos y ambulancias. Paramédicos y decenas de voluntarios corrían trasladando cuerpos para que sean llevados de urgencia al hospital.
Cualquier ruido un poco fuerte provocaba nuevas corridas y otra ola de pánico.
El grupo Swat puso explosivos en la puerta de la habitación e ingresó. Paddock estaba muerto sobre la alfombra. Se había suicidado apenas la policía se apostó en el pasillo. Otra vez detonaron la puerta de la habitación de al lado (el piso había sido evacuado al inicio del pandemónium). No había nadie. A los efectivos les costaba aceptar que ese desastre había sido provocado por una sola persona.
58 muertes y 867 heridos, de los cuales casi 500 tenían heridas de bala. Ese fue el saldo trágico del que se convirtió en el mayor atentado desde la caída de las Torres Gemelas. Un solo hombre causó ese daño atroz.
Un botones del hotel contó que Paddock, en los últimos días, le había pedido que lo ayudara a subir 15 valijas pesadas. Iba hasta su casa y volvía con más equipaje. El joven recibía buena propina. No sospechó de nada: estaba acostumbrado a las excentricidades de los clientes.
En la habitación encontraron 23 armas de mucho poder. En Estados Unidos está prohibida la venta de armas automáticas a civiles. Pero no así la venta de implementos que las convierten en semiautomáticas y que permitan disparar ráfagas de muchos disparos. En la habitación había también cientos de cargadores y miles de municiones. Un verdadero arsenal. Con los allanamientos posteriores descubrieron que entre el auto, su camioneta y su casa, Paddock tenía 45 armas. También hallaron en el vehículo restos de material para fabricar explosivos.
La investigación del FBI pudo recomponer cómo habían sido sus últimos meses de vida, sus intereses y sus contactos sociales. Supieron también que el padre de Paddock había sido un ladrón de bancos que en los sesenta y los setenta había batido un récord peculiar: el del criminal que pasó más tiempo en la lista de los 10 más buscados por la justicia de Estados Unidos. Pero el hermano de Paddock aclaró que no tuvieron casi contacto con su padre, ni sabían demasiado de su prontuario porque su madre les dijo siendo muy chicos que el hombre había muerto en un accidente.
Un grupo islámico, días después, se adjudicó el atentado. Dijeron que Paddock se había unido a sus filas poco antes. Pero nadie creyó demasiado en la verosimilitud del comunicado.
El FBI no le encontró actividades sospechosas ni integración de ningún grupo extraño. Reconstruir la mecánica del ataque les resultó sencillo. De todas maneras las teorías conspirativas no tardaron en aparecer. Se basaron, principalmente, en contradicciones de los primeros informes policiales. Los especialistas aclararon que en un episodio de esta magnitud es natural que al principio exista confusión y que se consignen y se den por ciertos datos que luego serán refutados y que algunos horarios no coincidan.
A pesar de eso lo que desveló a los investigadores fue encontrar el móvil. Descartaron el vínculo con organizaciones terroristas. Llegaron a la conclusión de que Paddock había asumido muy mal el paso del tiempo y su propio decaimiento físico y que tenía algunos problemas financieros derivados de su ludopatía. Que decidió suicidarse pero antes llevar a cabo un acto que no fuera sencillo olvidar.
A muchos familiares de las víctimas no los conformó esta explicación.
El Mandalay Bay Hotel cambió el número de la planta. Ya no es más la 32. Y para evitar el turismo del morbo clausuró para siempre las dos habitaciones que ocupó Paddock. En los siguientes eventos públicos que se realizaron en Las Vegas, la seguridad fue extrema. La organización debió contratar decenas de francotiradores que se apostaron para repeler posibles ataques.
El festival de música country no volvió a realizarse.
Fuente: Infobae